martes, 22 de septiembre de 2009

Una breve reflexión sobre el Infierno


Desde que tengo memoria, uno de los temas que más me ha apasionado es el del infierno. En mi infancia (entregada a un cristianismo patológico), me obsesionaba como destino probable del que, me figuraba, tendría que salvarme a través de la ética y sus reflejos en mis actos; luego, en mi juventud romántica, y a medida que empezaba a leer a Schopenhauer, casi llegué a desearlo con esa ansiedad que impulsa a los que quieren verse a sí mismos como poetas o como locos; finalmente, a medida que mis lecturas se fueron profundizando y mi fé se convirtió en objeto de la más concienzuda disección, advertí que la separación, geográfica u ontológica, entre Infierno y Paraíso no podía ser sino artificial: el juego de reversos no hace sino ocultar las equivalencias, y un segundo de éxtasis vale lo mismo para vislumbrar la gloria o el tormento. En todo caso, reconozco el Infierno como una realidad cotidiana, tangible y continua (como decía Camus, el apocalipsis sucede a cada instante). En otras palabras, el Infierno vive ya, más que entre nosotros, en nosotros, y luego, en todas las categorías existenciarias y ontológicas (disculpen el tono heideggeriano) que se desprenden de esto último.
Lo que quiero decir es que, bien visto, el Infierno ya se hace presente, segundo a segundo, a través del intento de tragicomedia que es, creo yo, la condición humana en su última instancia. Podemos atacar la cuestión desde la teología, si se quiere, pero lo cierto es que, de existir un dios, basta el que nos haya empujado a la existencia (sin preguntarnos siquiera) para afirmar que es, o puede ser, un segundo rostro del demonio, o apenas un titiritero sádico y morboso. Algunas sectas gnósticas defendieron que la Creación era obra de un dios cruel o imperfecto, y eso sigue siendo una posibilidad. Sartre (A puerta cerrada), mucho más apegado a una fenomenología tangible, señala que el Infierno son los demás, su "yo" consciente y reflexivo que, de alguna forma, nos juzga y limita, sin dejar de recordarnos lo que nosotros mismos somos en última instancia: poco más o poco menos que una nada, una mala pasada del azar. Para Borges (La duración del infierno), el verdadero efecto estético de lo "terrible" de la condena infernal radica no en su carácter espacial o fenoménico, sino en el temporal: la idea de un castigo eterno. Dante, el más famoso arquitecto de infiernos que recuerda la literatura, postula que, más allá de lo que suceda en los recintos subterráneos, el verdadero castigo que reciben los condenados, lo que hace del infierno un verdadero Infierno, es la carencia de Dios (vale decir, la conciencia de que no hay esperanza posible de salvación). Pasolini, como Sartre, relaciona el infierno más a las relaciones humanas (que nunca alcanzan el ideal planteado, sino que se ordenan de acuerdo al caos o a la dominación de unos sobre otros) y a la desesperación del individuo abandonado a sí mismo y a la consecuencia de sus actos (Teorema, Salò y Mamma Roma, respectivamente). Para Platón y sus seguidores (Plotino, sobre todo), lo más equiparable a un Infierno era esta vida terrenal: el saber que el alma estaba aprisionada por la carne impura.
Yo, por mi lado, estoy de acuerdo con unos más que con otros (Sartre, Pasolini y Borges me parecen irrefutables, cada cual a su manera); pero, dejando atrás este repaso, creo que lo importante es reconocer que, si hay un Infierno, este es absolutamente humano, sea o no un castigo o un error de alguna divinidad: tal y como están las cosas, vivimos atados a nuestros actos y decisiones. Nuestro Infierno son los otros y somos nosotros mismos, es nuestra libertad y su imposibilidad, es nuestra imágen en el espejo y lo que acecha cuando cerramos los ojos, es nuestro sueño y nuestra vigilia... es, en fin, y bien visto el asunto desde cierta perspectiva, el sabernos atados a la condición de la existencia. Y no hay que olvidarlo: el Infierno no deja de ser, pese a todo, y por este mismo juego de perspectivas, una forma de Paraíso.

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